martes, 16 de marzo de 2010

el camino de los tilos


Cada vez que recuerdo ese día, un frío misterioso recorre mi cuerpo y corta mi respiración.

Cuando sonó el teléfono yo estaba a punto de meterme en la cama. Cuando mi padre respondió supe por la voz, grave y taciturna que algo grave ocurría.

Mi mamá hacía una semana que no estaba en casa. Había tenido que viajar 120 kilómetros para atender a mi abuelo que estaba enfermo y como ya estaba mejor, la esperábamos en casa al día siguiente.

La llamada era de mi abuelo. Mi mamá se había caído y se había fracturado la pierna. Mi papá decidió que iríamos inmediatamente para allá. Yo iría con él, ya que no pensaba dejarme solo en casa y mañana faltaría al colegio. Pero era una emergencia y estaría más que justificada mi ausencia.

Después de todo, 120 kilómetros no son tantos y en dos horas, a más tardar estaríamos por allá.

Mi abuelo se negaba a que hiciéramos el camino de noche. No sé que superstición lo acobardaba. Pero la gente de campo tiene esas cosas. Como mi papá insistió. El abuelo le advirtió que no parara en ningún momento cerca de los tilos. Por más que le hicieran señas mujeres o niños.

Siempre pensé que era un tema de seguridad. Pensé que seguramente allí se esconderían ladrones y asaltantes para burlar a los desprevenidos.

Así fue como metimos algunas cosas en el bolso y luego de parar en una estación de servicio para cargar nafta continuamos nuestro camino.

Tomamos la autopista. Era tarde y había muy poco tráfico. Luego salimos y tomamos una ruta rodeada de campos. Casi se podía ver todo ya que la luna iluminaba con un reflejo brillante a los grupos de árboles y animales.

Luego de un largo trecho tomamos un camino de tierra. No serían más de cuatro kilómetros, pero debíamos pasar rápidamente el camino bordeado de tilos. La niebla comenzó a descender rápidamente envolviendo al auto.

Mientras avanzábamos, vimos claramente como una mujer con dos niños de la mano estaban parados en medio del camino.

Mi padre continuó sin bajar la velocidad. –Papá. Los vas a atropellar- grité.

Mi padre aminoró la marcha sin detenerse e inmediatamente vimos con estupor que la mujer y los niños se encontraban en el asiento trasero sin decir palabra.

Mi papá estaba blanco como un papel y yo me había quedado sin habla. ¿Cómo se habían subido al auto? ¿Quiénes eran estas personas?

Mi papá tomó con fuerza el volante, pero temblaba.

Cuando avanzamos dos kilómetros la mujer dijo – Aquí nos bajamos. Pare por favor.

Mi padre detuvo el auto. Ellos abrieron la puerta, dieron las gracias y desaparecieron.

Cuando llegamos a la casa, mi abuelo adivinó por nuestras caras de espanto lo que había ocurrido. Evidentemente ya lo había experimentado y nos convidó con un vaso de agua fresca.

A pesar de ver a mi mamá, con su yeso a cuestas, pero bien, ni mi papá ni yo pudimos dormir esa noche.

Cuando al día siguiente regresamos a casa, vimos tres cruces al borde del camino. Marcaban el lugar donde la mujer y sus niños se habían bajado del auto.

Fin


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